jueves, septiembre 22, 2011

Persuación

Desaparecer, es como sonreir.

Condenado a cadena perpetua, Emilio Islas recibe una vez más su plato de comida por entre los barrotes, lo toma en sus manos y se sienta contra el muro de concreto, reposa en su canto la vajilla sucia apenas untada de fríjoles fríos, empuña una cuchara desechable, no se les deben dar a los presos cubiertos de metal, no se les debe dar la posibilidad de morir, no merece descanso quien ha violentado las reglas y con ellas a la sociedad en la que convive. ¿Que cuesta obedecer lo que esta escrito? Si solo existe y fue escrito porque pretende el bienestar común, por eso le mira con desprecio el teniente Adrián Urbano, le mira como debe mirarlo alguien que es moralmente superior, le mira para juzgarlo y castigarlo, a veces no le mira, simplemente lo golpea, encargado hace ya más de cinco años de la zona de alta seguridad en la penitenciaria.
Sin llevar a su boca un solo trozo de comida, Islas sostiene sin parpadear la tétrica mirada del teniente, enfrentada por años a criminales, violadores y psicópatas, ojos que le advierten de una violencia reprimida en el pecho, ojos con pupilas conscientes del uniforme que permite desfogar esa violencia, ojos que ya no se sacian facilmente de dolor, la mirada penetrante y ausente del sadismo, mantener el contacto visual es desafiar la sumisión, persistir pese a estas, que quizá aún no sean las peores condiciones.
En otras circunstancias, Islas había sentido temor sincero, empapado entre sábanas de sal, sin poder conciliar un solo segundo de sueño, durante tantas noches que de manera sospechosa se acontecen una tras la otra, como disimulando que agotan el tiempo, ya acostumbrado a no conseguir dormir, permanecía en silencio, ese era su grito agónico, un grito que cuesta más escuchar. Algunas noches estallaba una carcajada entre las sombras del pasillo, era el teniente Urbano, esa risotada lo petrificaba, como si doliera, sudaba y lágrimas brotaban de el toda la noche.
Tras meses sin dormir, sin un solo instante de alivio, Emilio padeció la celda húmeda sin poder mirar a los ojos a nadie, esperando sin ansias que los años se fueran llevando poco a poco todo, su cuerpo, su sufrimiento, su laceración constante e imperceptible, quizá el miedo, que lo había torturado permanentemente, que quebraba su piel y sus deseos hasta convertirlo en un hombre deforme sin intenciones ni voluntad, que lo arrastraba a cada momento a ese otro encierro del insomnio, que lo perseguía en el baño, en el patio, bajo las sabanas impregnadas de saliva, de sal, de semen, respiraba el aire denso de la esclavitud argumentada jurídicamente, derramado en el piso de la celda, consumiéndolo y embelesándolo de masoquismo en su lento deterior. ¿A que otra cosa puede conducir el eterno dolor si no al placer?
Urbano no lo mataba a golpes, por el placer de sentirlo respirar sin vida, ese miedo se convirtió en rencor, y esta noche el rencor en atrevimiento, la venganza resignada de quien subestima.
Emilio Islas siguió mirando al teniente, hasta que este desvió los ojos.
El riesgo de mirar, pudo sentir los azotes antes de recibirlos.
Pero ahora era él quien daba los golpes.
La comida se pelea a muerte contra otros perros.
Usted a mi me la regala.
Adrián Urbano no supo quien estaba más encerrado.

Que falta que hace un cubierto de metal.
¿De que otra forma podrán terminar las perseguidos?


hoy


tal como ayer


se hizo cuchillo en mi.

1 comentario:

Anónimo dijo...

cosas premonitorias siempre las que escupo