jueves, febrero 21, 2008

Las grandes variaciones del ser flor y del verse flor, en cuestion.

Ayer Moscú estaba mas roja que de costumbre, ese rojo intenso que siempre tiene Moscú, no en el cielo, no en las calles, en ningún lado, un rojo que se respira, que se huele, el rojo que se hace intenso cuando la ciudad sonríe, el invierno que cede poco a poco, y las aceras empapadas de nieve se secan con el brillo petulante del sol que alumbra gris, porque el sol en Moscú siempre a alumbrado gris, el sol amarillo al final de la pradera en los días perfectos no existe, existe la llovizna siempre a la misma hora del medio día, la llovizna que entristece lo que queda del día, era Lunes.
Moscú viene siendo hace algún tiempo, un monumento a la hipocresía, todos saben lo que pasa por las noches en la plaza, pero en la mañana nadie dice nada, poco falta para que cualquiera salga muerto de un bar, dejo de llover a las dos de la tarde, me disponía a ir a la plaza mayor para ver una nueva obra sobre la que me hablo mi padre, La Gaviota, el decía que citaban a Shakespeare y hablaba de tragedias, nunca he entendido bien lo que habla mi padre, de pequeño me llevaba a teatro, nunca me gusto mucho realmente, los actores siempre querían ser aclamados, y a mi nunca me ha gustado aplaudir, no por arrogante, sino porque no le hallo razón, ¿porque chocarnos las palmas cuando algo nos gusta? Porque no escupir, o cerrar y abrir los ojos muchas veces seguidas, ¿porque aplaudir? Son esas cosas con las que creces y que nunca entiendes, pero tampoco te preocupas mucho de eso. Sin embargo, me vestí, traje negro y chaqueta de invierno, el carruaje de caballos negros nos llevo a mi y los acompañantes de turno rumbo a la plaza mayor, entre al Teatro de Arte de Moscú, un lugar siempre reconocido, un lugar tibio lleno de señoras y sus gordos esposos, todos ataviados de corbatas y cosas para el frió.
El teatro estaba repleto, todos con ansias del gran estreno, yo por mi parte, esperaba las actuaciones cliché de los actores que veía cuando mi padre me llevaba pequeño al teatro. Vi en la cartelera que daba contra la calle un afiche, tenia la pintura de una viuda negra con una gaviota blanca en el hombro, me pareció bastante irónico, aunque nunca he confiado demasiado en mi criterio respecto a las cosas, el afiche decía, La Gaviota, dirigida por Constantin Stanislavski, Teatro de Arte de Moscú, entre los ruidos y los afanes de la alta alcurnia soviética, entre al teatro, tenia un aspecto agradable, como de gran salón, pisos en madera y cuadros de bodegones en las paredes.
Sonó la campana y se abrieron las puertas de la sala, los empleados del teatro sonreían sosteniendo la chapa de los portones, y sostenían los abrigos de las señoras que pasaban acaloradas.
Me senté donde creí estaría bien ubicado, no muy lejos para escuchar con claridad a los actores, pero no muy cerca para tener una vista mas general de la escena. Centrado.
Las luces se hicieron tenues y poco a poco la oscuridad se apodero del lugar, el enigma de mi mente calculadora y el sueño de las señoras sin abrigo.
Cuando regreso una luz azul que golpeaba el escenario con sus telones rojos, los telones se abrieron a la mitad y salieron disparados tras bambalinas, descubriendo la escenografia de una casa campestre, llena de flores, de flores reales, se podían ver las astillas en las rosas, y una abeja salio de un girasol. Las flores no eran simple utilería, no era el símbolo de flor, su intención no era ubicar al publico para que viese una flor, simplemente era una flor porque su esencia era de flor, eso intangible que se apropia de todas las cosas del mundo, su esencia, era de flor, era una flor real, existía. No era utilería, era objeto. La obra se abría con una obra dentro de la obra, fueron cuatro largos actos, la trama era muy bonita, había suicidios en tras escena y realmente se lograba ver a los personajes dándose balazos justo detrás de la gran madera, se olían, se degustaban, como el rojo eterno de Moscú.
Al final, un personaje rompía manuscritos que el había escrito, y mientras lo hacia lloraba, y eran lagrimas de verdad, no maquillaje, eran de verdad por el mismo hecho de que la flor, no tenia forma de flor para que yo la viera, sino que era una flor para existir en el mundo, y ser. No hacer como si fuera, realmente ser. Me conmovieron las lagrimas del actor, que lloraba como si se hallase solo en una habitación, no era como si el se imaginase solo en una habitación, sin los doscientos que lo observábamos desde sillas que me incomodaban los muslos. Pude verlo solo, solo y encerrado en esa gran habitación, esperando la decisión, que desconocida por mi en aquel momento, había sido ya predestinada por el dramaturgo aquel del que me hablo mi padre sin que yo le prestara mucho cuidado.
La obra acabo con un suicidio que no se veía en escena, como no se ve el rojo en las calles de Moscú. El telón se cerraba, las luces en la sala se encendían, convencido plenamente de que la aclamación popular quizás seria escuchada en forma de motivantes aplausos por los actores, decidí chocar mi mano derecha a la izquierda en tres ocasiones.
Salí del teatro y tome una copa de vino en el restaurante, después vi como salían de una puerta que llevaba a las luces, el director y el dramaturgo parecían muy buenos compañeros, entre los fuertes abrazos y los saludos mentirosos entre los que se hallaban enterrados los dos, quise pararme a dar una felicitación por lo presentado, fue entonces cuando el director estornudo, y con aquel invierno frió que nos golpeaba el pecho, contagiarse de una gripa no hubiese sido del todo indicado, así que me perdí en un carruaje tirado por caballos negros en la Moscú de ayer Lunes, que estaba mas roja que de costumbre.

David Rodríguez

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