miércoles, agosto 26, 2009

Abismo Absoluto, Oido Obsoleto

Ya no digas nadas, no pidas perdón, cuando todo el tiempo se olvido de vos, cuatrocientos días sin poderte ver.
¿Cuál es la salida?
¿Cuál es la pared?

Algún número de incontables cromosomas resultara entre la mezcla viscosa de una célula diminuta que antes del brutal orgasmo habitaba en él, con alguna otra célula sangrienta y esponjosa que se refugia ahora dentro de mí, evolucionando, tornándose en vida. Cesando de cesar.
El tubo de plástico que nos arrojo altanero el positivo yace ahora en la caneca, justo encima de los preservativos que debieron haber sido usados previamente, no hay tiempo que perder, mucho menos tiempo que ganar. No hay tiempo, se detiene en los relojes, el sacude nervioso su cabeza y me entierra sus ojos en las pupilas, salgo de la habitación, corro por las calles desiertas en la madrugada de los que aun dormitan sin afanes, ni fecundaciones, ni hijos que crecen en mi panza hasta sonreír.
Mareos, nauseas, seres que se adaptan a un pedazo de cuerpo vivo y mío, que se extiende con fuerzas dentro de mí, me atrae (curiosas casualidades de mentes que se permiten visitas ciegas a través del silencio, guiadas por oídos que hasta ahora se manchan con la impureza del mundo) una música cualquiera habida tras las puertas de madera, que dividen algún bar del resto de la inminente ciudad, como si de clasificar se tratara.
Ubico mi ahora ancha corporalidad tras el mostrador que hospeda veintenas de diferentes tipos de alcohol, desde el mal habido ron hasta el más santificado vino de sacristía. Sonrió al cantinero y exijo un embriagante del cual daré prolongados sorbos a lo largo del resto de mi narración, y porque no, también de los restos impertinentes de mi irresponsable vida. (Nótese el uso exagerado de la preposición “i”, que refiere contraste, oposición, es decir, llevar la contraria, lugar en donde generalmente se hospedan los deseos ideológicos de las juventudes desenfrenadas) A mi lado, en la silla de la derecha, se instala con dificultad un anciano de incalculable edad y barba poblada, es evidente que en sus años de primigenia juventud la calvicie prematura habrá entonces representado una de las más graves preocupaciones, cuya inexistente solución y la imposibilidad por encontrarla habrá representado seguramente, la aplicación de distintos elementos en la cabeza del viejo que perdía cabello, desde boñigas de vacas torpes, hasta combustibles crudos que vomitaba la madre tierra. El ser envejecido pide un whisky y me ahoga con su mirada presumida, la ingenuidad de una adolescente en periodo de gestación que se emborracha en compañía de decrépitos adultos tras la barra húmeda.
Las conversaciones con aire de entrada la noche no se hacen esperar, los temas varían ante la agotada voluntad del anciano y la involuntad de la muchacha perdida, palabras errantes y sin sentido que divagan entre la música popular y la lucha eterna del feminismo por hacer del lenguaje una herramienta mediante la cual incluir en el léxico común palabras terminadas en la letra “a”. Nosotras no hacemos eso, nosotras hacemos esa.
Surge entonces en mitad de la discusión el discurrido tema de las probabilidades, los azares venturosos y las apuestas desenfrenadas, el viejo me observa detenidamente con algo de morbo y me menosprecia de pies a cabeza. La canción que sonaba en aquel lugar reproduce entonces un aparente silencio cuya duración desconocemos aun. Percibo entonces el sonido de sus instituciones, de sus sirenas, de sus trajes verdes.
Mi pálida voz disfraza con inseguridad y vacilación lo que pretendo, mis ojos se entregan pensativos a la puerta de madera giratoria que permite ver figuras deambulantes que machacan sus destinos agolpando pasos en la acera de enfrente.
-¿Cuál es la posibilidad de que la próxima persona que veamos por la puerta mientras camina sobre la acera, sea una mujer?-
-Existen más mujeres que hombres en el mundo- respondió el anciano con cierta empalagosa indiferencia, después vacio su vaso de whisky y continuó -la posibilidad de que quien pase a continuación por la acera sea una mujer es mayor a la de que sea un hombre-.
-Si esto es verdad -le respondí- entonces sería más fácil arrojar al aire una moneda durante cuatrocientas veces y que en cada una de las caídas, la cara apunte con desgana al cielo y el sello con resignación al piso ronco. Sería pues, más fácil obtener cuatrocientas caras consecutivas en la moneda, que tras la puerta que mira a la calle, pasen cuatrocientos hombres uno tras otro, sin que ninguna mujer altere la visión de la acera desplazándose entre ellos.
El anciano soltó una carcajada enardecida por los alcances del alcohol en su sangre seca y sínicamente refuto: - Quizá sea más fácil lanzar cuatrocientas veces una moneda al aire en la que salga “cara” a que por la puerta caminen cuatrocientos caballeros consecutivamente, es más fácil pues la cara y la cruz se sortean aleatoriamente y con igual número de posibilidades, mientras que si hablamos de una persona que camina por la acera de enfrente, es más probable que esta sea una mujer, pues hay muchas más de estas que de esos, sin embargo, alcanzar cuatrocientas caras con la moneda o hombres consecutivos tras la puerta es científicamente imposible, la posibilidad de que eso suceda es completamente irrisoria.
Observe detenidamente el reloj que el viejo llevaba consigo anudado a su puño izquierdo, calcule en una aproximación con intensiones meramente capitalistas el valor del reloj que parecía ser de plata.
Me atreví a cuestionar su inteligencia – ¿Está usted absolutamente seguro de que estas posibilidades son inalcanzables?- se atrevió a confirmármela con desdén y antipatía – Estoy absolutamente seguro, apostaría mi sombrero.
-¿apostaría su fortuna?
Sobrevino la meditación obligatoria que emprendería cualquier miembro económico de la sociedad ante una pregunta como esta, pese a lo cual respondió: - sin duda, apostaría mi fortuna.
Propuse en ese momento la apuesta, contra arriesgando lo único que estaría interesado en ganar el anciano aquel. Aposte que por la puerta pasarían consecutivamente cuatrocientos hombres seguidos, sin que mujer alguna interviniera en dicho transito. El viejo sonrió y con un gesto victorioso asumió el pacto de los meñiques. Los dedos se distanciaron y nos atuvimos a contar las personas que caminaban por la acera en aquel momento, un profundo silencio detono con ansiedad el inicio de la cuenta.
Entonces el ruido espantoso de una estampida retumbo en la calle, sonidos de decenas de botas pateando el pavimento, la ancianidad observo perpleja como tras la puerta, cientos de hombres marchaban entonando sus canticos bélicos, en exacta simetría, completamente uniformados, todos con cabello corto, eternos pelotones de tropas militares marcharon por la acera celebrando el yo no se que de la independencia nacional, quinientos, seiscientos, setecientos…
Respire aliviada y seduje a la miseria. Mientras el viejo se consumía en su ardiente ira al verse inundado de instituciones y procedimientos, una vez más, el sonido melancólico de nuestra tibia juventud se impondría ante su sordera. Gane la apuesta, tu fortuna es nuestra. Nuestro hijo nunca será como tú, maldito decrepito. En aquel bar, como si de coincidencias se tratara, un muchacho de unos veintitantos años gritaba contra el micrófono que apenas se sostenía y olía a cerveza y a alguno que otro psicoactivo prohibido por nuestra afamada ética colectiva:

Yo forme parte de un ejército de locos, tenia veinte años y el pelo muy corto, pero mi amigo hubo una confusión…

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