domingo, abril 19, 2009

Anecdotas y variaciones de los turnos nocturnos

Ernesto Moya trabajaba como celador en un edificio viejo construido en el centro de la ciudad, era un hombre con bigote, moreno y alto, de cejas anchas y misteriosa expresión.
Cuando en las noches lloviznaba y las calles parecían precipicios oscuros que tragaban gente, Ernesto Moya parecía que todo lo supiera.
No solía conversar en demasía, hablaba lo necesario y nunca se le había visto sonreír.

Johan Tres era gris y de ventanas cuadradas, sus cuatro pisos se levantaban agrietados entre el polvo y el cemento, cada uno con dos apartamentos pequeños en los que habitaban todo tipo de seres: un soltero practicante de medicina, una profesora de ballet, una señora educada de lo que no hay mucho por decir, dos prostitutas que vivían en el tercer piso y salían a trabajar a las ocho de la noche miércoles, viernes y sábados, amanecían por fuera o volvían a las tres apestando a tufo de whisky, vestían faldas cortas y medias veladas, a pesar de lo cual, procuraban que su oficio no fuese del conocimiento público. Cierta vez, la más joven le había dicho a Ernesto Moya que trabajaba en un casino, a él por supuesto, no le importo lo que esta le decía, la miro con indiferencia y prosiguió en su silencio continuo, ella trago sus palabras, subió por las escaleras hasta el trescientos dos, saco un llavero con la forma del globo terráqueo del cual pendían tres llaves plateadas, entro en su habitación, se rego en el tapete y pensó que en ocasiones (a pesar de lo que siempre le dijeron) el silencio no otorga.
En el último piso vivía una pareja de edad mayor que salía todas las mañanas embutida en dos sudaderas impermeables de todo tipo de colores ridículos que sonaban cuando estos caminaban, sujetando un collar largo y negro que en el otro extremo circundaba el cuello de un Schnauzer también negro, pero no tan largo como el collar que lo unía a sus dueños.
Del resto de habitantes Ernesto Moya conocía más bien poco, tenia treinta y cuatro años de existencia, pero no había vivido ni uno solo, desde que nació trabajaba para sostener a su madre, cuando Ernesto Moya era joven esta derrochaba todo lo que ganaba en la panadería bebiendo ron en las tabernas y seduciendo viajeros, ahora era muy vieja y había perdido gran parte de su visión, no se podía sostener en pie, después de servir en la milicia seis años Ernesto Moya decidió irse a vivir con su madre, regresó a la ciudad y consiguió un trabajo en una empresa de vigilancia. A la edad de veinticuatro años conoció Johan Tres, no tenía experiencia pero su pasado militar y su mirada poco amigable lo hacían propicio para el cargo, entro a trabajar allí, mientras encontraba un trabajo que le gustara, ya había perdido las esperanzas.
Se trabajaba en turnos de doce horas y se rotaba los días domingo, en los que había turnos de veinticuatro horas, un domingo trabajaba Ernesto Moya y otro domingo su compañero, así sucesivamente hasta sus respectivos despidos o en su defecto el fin de sus días. Desde que empezó a trabajar allí, Ernesto Moya había tenido aproximadamente una docena de compañeros, los cuales no continuaban a su lado por diversos motivos, unos eran poco amables, otros solían dormir en los turnos de la noche, otros fumaban, otros eran muy extraños, otros se morían, otros eran demasiado amables, otros fumaban otras cosas y otros simplemente eran demasiado normales. Era el cargo perfecto para Ernesto Moya, su perfil encajaba simétrico en la concepción de una persona que está lo suficientemente pendiente de las cosas como para advertirlas, pero también lo suficientemente alejado de ellas como para que no le importasen, su mirada callada no distinguía moral alguna, en la guerra ya había visto todo lo que no tenía que ver, se limitaba a saludar y acostumbraba tomar café.
Un mayo con vientos y lluvias recorría presuroso la ciudad, parecía que nunca vendrían tiempos mejores, Ernesto Moya recibía turno a las seis de la tarde como se acostumbraba, su compañero de hace siete meses lo esperaba con desgana en el edificio, Wilson Pino era su nombre, un hombre viejo, de blanca cabellera y de anteojos, después de darse un gran bostezo, lo miro subir por las escaleras que daban a la portería, le abrió la puerta de vidrio y refunfuñó: “Cinco minutos tarde, ve que no es un pecado, a cualquiera le pasa, mire como yo no me enfado” – Wilson Pino hizo una pausa larga, se quito las botas y se acomodo dos zapatos pequeños, levanto la mirada y observo a Ernesto Moya que en silencio acomodaba sus pertenecías en el baño, no había cerrado la puerta, continuó- “Le quedo café en la jarra, está caliente, hasta luego”.
-Hasta luego-, respondió Ernesto Moya quien recibió el juego de llaves que su compañero le tendió sobre su mano, se dirigió a la puerta y la abrió, su compañero camino hacia afuera y comenzó a bajar las escaleras frotándose las manos y exhalando vapor, el frio era terrible. Ernesto Moya cerró la puerta de vidrio y se sentó en la butaca de la portería, encendió la radio y se entrego nuevamente al tedioso oficio de esperar doce horas para salir de aquel lugar y comenzar a esperar otras doce horas para volver a entrar, se sirvió café y minutos después abrió la puerta a un señor que vivía en el primer piso, todos creían que vivía solo, pero Ernesto Moya guardaba en silencio el enfermizo secreto, vivía con su hija de veinte años a la que nunca dejaba salir a la calle.
La noche transcurrió tranquila, cerca de la medianoche una ambulancia paso por la calle del edificio, no llevaba la sirena encendida, el hombre somnoliento que la conducía estaciono unos metros más allá del edificio, apago la maquina y durmió hasta la madrugada, Ernesto Moya lo miraba mientras sorbía los últimos sorbos de su café, palpo la jarra vacía y se puso de pie, fue a orinar. En la mañana ya se había marchado la ambulancia y Ernesto Moya leía meditabundo y con paciencia un periódico, cuando percibió una silueta que se aproximaba desde adentro de Johan Tres a la portería, era Don Mateo, el viejo cascarrabias que administraba el edificio, era viudo, tenía como setenta años, le disgustaban los niños y los animales, y se había encargado de despedir uno a uno a la docena de compañeros que había tenido Ernesto Moya, exceptuando a Miller Urbano un joven extranjero que duro trabajando dos meses en el edificio, después llego la noticia de que se había suicidado por una jovencita, Ernesto Moya hablaba solo lo necesario con sus compañeros, pero sabía que Miller Urbano no se había suicidado, el sabia que lo había asesinado un familiar lejano para cobrar una herencia, no lo había hablado con nadie y no pensaba hacerlo, pensaba que la comunicación era un vicio inservible, ¿para qué comunicarnos si somos parte de un proceso de destrucción inevitable?, el conocimiento es efímero, terminara pudriéndose solo y triste en un pedazo de hielo que antes solía dar vueltas a millones de kilómetros por hora alrededor de una bola de fuego gigante que exploto, incinerando con ira a todos los seres que tuviera cerca, seres que antes vivían satisfechos, completamente seguros de que existían.
Don Mateo se acerco a la butaca en la que reposaba Ernesto Moya, venia en una bata azul con zapatillas de cama, no estaba afeitado y de su boca se propagaba un olor fétido a noche entera. Miro al celador a los ojos y le dijo con su voz ronca y lenta:
“Wilson Pino está enfermo, tiene pulmonía y no podrá seguir trabajando en el edificio, buscamos a alguien para reemplazarlo, mientras tanto le pido el favor nos colabore trabajando turnos de dieciséis horas con su respectiva remuneración, las ocho horas faltantes nosotros nos defenderemos como podamos.”
Ernesto Moya asintió con la cabeza y siguió leyendo el diario, Don Mateo sintiéndose a gusto como siempre con su simpleza, se devolvió a las escaleras que se lo devoraron oscuras y ascendientes. Esa mañana en las cuatro horas que le quedaban de trabajo se sirvió otra jarra de café y escucho la radio, ignorándola por completo.
Pasaron algunos días en los que Ernesto Moya cumplió puntualmente con su deber y se encargo en solitario de los turnos del edificio, una de las primeras mañanas de sol, Don Mateo bajo a la portería y le comento que ya estaba listo el reemplazo de Wilson Pino, que esa misma tarde le recibiría turno a las seis de la tarde como era costumbre en Johan Tres, Ernesto Moya no sintió absolutamente nada, ni siquiera el menor deseo, la menor transgresión, sus sensaciones permanecían ausentes, sórdido y frio, respondió: “Si, señor”.
Llego la tarde y con ella un hombre delgado de cabello corto, con mirada penetrante y voz gruesa, vestía chaqueta negra y aparentaba la seriedad apretada que simboliza los parámetros justos de la buena educación, saludo a Ernesto Moya y recibió las llaves que este le entrego junto a las explicaciones pertinentes que fueron mínimas y sencillas, este escucho atento y sin producir el menor ruido, sin cuestionarse la menor orden. “Entendido”, dijo. De alguna manera que Ernesto Moya no comprendía del todo, a ese tal Wilson Pino no le parecía rara y enfermiza su forma de expresar únicamente lo necesario.
Ese día Ernesto Moya marcho a su casa con un aire de satisfacción que le llenaba el pecho, no camino con la mirada clavándose con desgana en el suelo como siempre lo hacía, ese día miró a la gente que pasaba, les penetraba los ojos, los detestaba. De pronto paso una mujer que lo miro sin prisa, incapaz de sostener la mirada Ernesto Moya tocio su corazón acalorado, fingió que parpadeaba y corrió lejos y a toda velocidad, mientras tensionaba los muslos y mantenía el ritmo de su caminar pesado, sintió una pena extraña, algo que no debería sentir, pues su insensibilidad dormía en su cama por las noches, lo levantaba con un timbre agudo y repetitivo, cocinaba mal y repudiaba el anillo que no le había regalado a nadie, malditas mujeres hermosas que tienen el mundo a sus pies, malditos fantasmas.
Necesariamente suficiente.
Al llegar a su casa sirvió leche a su madre, se recostó en su cama pero sintió que hacerlo era un acto sin sentido, inútil, escucho los ronquidos de su madre en la otra habitación, la repudiaba por completo, le enardecía que ella pensara que por darle una vida que no escogió el debería sentirse agradecido y por ende ella tranquila, odiaba su tranquilidad, caminaba el desierto en busca de crisis absurdas que no existían en su vida en equilibrio, estado de inercia e inmovilidad. El frio metal esperaba paciente en el cajón de cubiertos de la cocina, pero él, nunca la iba a asesinar, no era de ese tipo de gente, el era de la gente que se dormía. Al sentir que el sudor lo asfixiaba se quito con desespero las sabanas de encima del cuerpo, respiraba agitadamente, huyo corriendo hasta la cocina y se refugió en la grata compañía de la soledad, tomo un trozo de queso y lo acaricio mientras que miraba por la ventana el día asomarse perezoso por detrás de las montañas que aun duermen, percibió algo fatal, imposible de no notar: después de que sintió un ligero zumbido en el pecho, su corazón había dejado de latir.
Menudo fin para el golpeteo constante de una vida que se consumió dándole cuerda al reloj para echar a andar el tiempo, culminación del bombeo de liquido rojo por entre arterias y venas tapadas o no por el humo del tabaco que fumo en el ejercito, arterias y venas que si hubieran sido de negro hubieran tenido fuego, como le gustaría ser negro, desenlace mentiroso.
Suficientemente necesario.
El día en que Ernesto Moya se dio cuenta de que estaba muerto, todo se consumió en ancho mar de intensas olas, desexistir, ser subversivo e insurgente ante la ingrata capacidad humana, ser poca cosa, sintió que lo rebajaban a pertenecer al selecto grupo de ser seres relegados y extinguidos, pero a la vez, despreciaba el hecho innegable de que fuimos niños, sabía que conocemos la salida, la escondemos y nos la negamos, nos cegamos, nos agrada no ver, nos agrada ser más sensatos, nos agrada agradarle al vecino, maldito vecino.
Corrió rápidamente al ascensor del edificio, apretó el botón blanco al lado del gran metal y una lucecita roja ilumino su torpe mano, el ascensor llego acompañado por un estrambótico sonido, sintió miedo, se alejo de aquella pesadilla material inventada por el mono evolucionado y subió las escaleras, se fatigo, sintió su corazón acelerado, el pánico necesario para sobrevivir, el diablo visitante, blanco. Anclo, no lo hago. Subió hasta la terraza, saco las llaves del bolsillo de su chaqueta y abrió la puerta que conducía a los tanques de agua, la azotea fatal.
Subió unas últimas escaleras y abrió una puerta mas, salió vomitado por el último paso que lo condujo a un cielo grisáceo, que lo acompañaba en su desespero, en su frustrado deseo de morir, en su mortalidad.
Ernesto Moya tomo la oportuna decisión de morirse a los tres segundos de vida, después de nacer ante el pánico inevitable que en ultimas le obligo a vivir su vida, su final fue inesperado, pero después de unos días nadie se volvió a preguntar por él, cosecho durante larga monotonía una explosión, ¡detonante! vaya palabrita, salto desde el onceavo piso y no cayó en una piscina, su cuerpo fue arrebatado por el impacto y reducido a tripas y sesos que se regaron en la calle, no más que simple desechos tóxicos fuera de su lugar, a la larga sobreviviendo no lograba más que ordenar las cosas, por eso se murió, por puro deseo de desordenarlas un poquito.
Nadie pregunto por él, excepto la señora de la que no había mucho por decir, como a los tres meses de que falleciera Ernesto Moya pregunto en cierto ocasión a Wilson Pino: ¿Que paso con el anterior portero? ¿Piensa quedarse de vago toda la vida?

1 comentario:

Anónimo dijo...

"el conocimiento es efímero, terminara pudriéndose solo y triste en un pedazo de hielo que antes solía dar vueltas a millones de kilómetros por hora alrededor de una bola de fuego gigante que exploto, incinerando con ira a todos los seres que tuviera cerca, seres que antes vivían satisfechos, completamente seguros de que existían." - me recuerda el parrafo de apertura de la obra "sobre verdad y mentira en sentido extra moral" de Nietzsche, te la recomiendo David, por cierto, que interesante historia.

Santiago "el cucho" Pulido