viernes, abril 13, 2007

Nunca me gusto el sonido de los relojes, quizás porque este indicaba que cada vez pasaba un segundo que nunca mas iba a volver a vivirse, y aunque un segundo pareciese algo tan insignificante, todos moriremos algún día, vencidos ante la lenta pero perseverante insistencia de los segundos, que desde el día en que nacimos avanzaron cansadamente sin poder detenerlos, hasta finalmente completar su largo ciclo ante un ultimo suspiro que será el ultimo de nuestras vidas, o al menos eso creía.
Teniendo siempre mucho miedo de perder mí tiempo, tiempo que como dije nunca me hubiese dado otra oportunidad, enfrentándome ante la cruda realidad de las paginas vacías, para ver después de el esfuerzo y el largo insomnio, un desnudo escrito tan vano y tan incoherente, que se estrellara de frente ante la fuerte pared que hay de una mente a la otra. Pensar es muy fácil, pero se hace horrible cuando se trata de expresar a las otras personas. Por eso los niños de cuna no gastan su tiempo hablando, solo duermen y lloran, eso es suficiente para que coman y beban, razón por la cual vuelven a dormir, para después llorar nuevamente y así comer y beber.
Escribo esto desde mi remoto lugar de resguardo, al menos hasta que no aguante mas, y me de por vencido ante lo que espero sea mi novena y ultima muerte. Esperando que después de esta no me levante en mi habitación o en algún parque de la ciudad, iniciando nuevamente el día en que debí haber muerto, pero que por alguna extraña razón volvió a comenzar haciendo que de alguna u otra manera: resucitara inevitablemente durante mis setenta y siete años.

La primera vez que fallecí fue a la temprana edad de los siete años, sucedió mientras acudía a la ceremonia de grado de mi hermano como músico, se graduaba de una muy prestigiosa universidad, era la época en la que me examinaban los ojos.
Desde el día en que nací mis ojos han sido un fuerte punto de atracción par los médicos y las analistas, además de una buena base de discusión en las tardes de te para mis tías, aquellas tardes en las que generalmente llovía y hacia un frió de muerte, y en las que en la puerta de la casa de alguna de mis tías colgaban varias sombrillas grises y húmedas que dejaban caer en el tapete de la entrada alguna que otra gota, que nunca nadie notaria, solo yo que estaba sentado justo en frente de la puerta observando detenidamente su extraña chapa, que siempre anticipaba con el movimiento de la manija, la llegada de algún ser, que poseía las llaves que abrían la puerta, puesto que de lo contrario el brillante sonido del timbre azotaría nuestros oídos causando un ambiente de prisa para abrir la puerta y obligando a alguna de mis tías a que me quitara de la puerta para que esta se pudiera abrir.
Lo primero que recuerdo de mi vida fue una señora bastante anciana mirándome a los ojos y diciendo: El muchacho esta completamente ciego.
No estaba ciego solo que mis ojos eran de un fuerte color castaño y mis pupilas eran delgadas y puestas horizontalmente bajo mis pestañas, como las de un gato, precisamente. Fui examinado por médicos y especialistas hasta que pude dirigir mis primeras palabras, y la gente sorprendida me oía hablar de colores y figuras, cosas que para los que no ven no son muy fáciles de comprender en edades tempranas
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